Comentario
Abordar la problemática de las órdenes mendicantes nos lleva a cuestionarnos en un primer momento cuáles fueron los móviles que motivaron su nacimiento y la repercusión que éstas tuvieron en la sociedad medieval. Ello nos obliga a situarnos en los albores del siglo XIII y en los problemas de una sociedad profundamente religiosa, sumida en un absoluto vacío espiritual. En efecto, no hay que olvidar que en el momento que nos ocupa, los dos grandes pilares de la Iglesia católica, las órdenes monásticas, por un lado, y el clero secular, por otro, comenzaban peligrosamente a tambalearse cuestionados por los espíritus más inquietos de la época. Las causas de este repliegue son del todo conocidas. En el caso de las órdenes de claustro, especialmente la cisterciense, asistimos al final de un largo proceso de declive, iniciado ya desde la segunda mitad del siglo XII y encaminado al abandono del primitivo espíritu. Por lo que respecta al clero secular, comportamientos habituales como la falta de cultura, la simonía, la carencia de moralidad sexual, las constantes divisiones..., aspectos todos ellos estérilmente sancionados en las convocatorias conciliares, eran elementos que contribuían a acrecentar el malestar popular.
Los intentos de reforma llevados a cabo por Inocencio III, que culminaron en el año 1215 con la convocatoria del Concilio de Letrán, no consiguieron poner fin a este desolador panorama. La consecuencia inevitable fue el progresivo rechazo popular a la iglesia oficial al no encontrar ni en los monjes ni en los clérigos el amparo espiritual y la respuesta necesaria a las cuestiones -y eran muchas- que preocupaban a las gentes del momento. Este contento se convirtió, pues, en el caldo de cultivo idóneo para que comenzaran a acercarse al pueblo movimientos de tendencia evangélica acaudillados por hombres que se consideraban destinados a purificar el cristianismo. Movimientos que -y sobre ellos es importante incidir- compartían con San Francisco y Santo Domingo ciertos ideales evangélicos, sí bien diferían en uno fundamental: mientras los mendicantes siempre se mantuvieron fíeles al papado, los herejes propugnaron desde un principio el rechazo absoluto a la Iglesia oficial. Era pues necesario dar un nuevo impulso a la religión sin alejarla de la Iglesia de Roma. He aquí la causa última en su nacimiento y la razón de ser de los frailes mendicantes.
Los orígenes históricos de ambos institutos nos son bien conocidos. Respecto al franciscano, su paternidad hay que atribuirla a Francisco Bernardone, joven acomodado, oriundo de la localidad italiana de Asís, que en el año 1209 decidía romper con su pasado mundano y, de la mano de un reducido grupo de seguidores, inaugurar un nuevo género de vida cuya aprobación vendría de la mano de Inocencio III en el año 1209. Paralelamente, en 1207, el español Domingo de Guzmán creaba la orden de los dominicos aprobada por el mismo papa en el año 1215. Nacían así dos nuevas instituciones religiosas predestinadas a transformar la religiosidad medieval. La rápida consolidación de ambas órdenes, su modo de actuación fundamentado en la acción directa, su novedoso sistema de organización basado en provincias y la progresiva aceptación popular, hicieron que éstas se extendieran con gran rapidez por Europa e incluso fuera de ella. En el caso de la Península Ibérica se puede afirmar rotundamente que el mayor auge fundacional se localiza en el siglo XIII para decaer progresivamente en la siguiente centuria.